TEXTOS 2007-2008, ESCRITOS POR QUARANTA CON
EL PSEUDÓNIMO DE TARDEWSKI.
Con esta
publicación trato de seguir explotando el recurso de diluir los límites entre
realidad y ficción.
OVEJITA
Esther ya no
contaba sus años. Esther había muerto hace tiempo para todo. Pero Esther vivía.
Cobraba su jubilación debiendo esperar horas tras una fila de hombres sin
rostro. Esther con sus temblores de vieja esperaba. Avanzaba poco a poco. Un
paso. Dos. Esther no se quejaba. Nadie se quejaba. Esther necesitaba el dinero.
Y temblaba. Sus sueños de mujer se habían desvanecido entre sus dedos y ahora
sólo le restaba esperar. Aguardar en el banco, en la panadería: aguardar la
muerte. Porque la muerte no es otra cosa que esperar sin esperanza. Vivir sin
fe en el cambio. Esperanza y fe terrenales. Pero Esther ya estaba muerta. Sus
cabellos inundados de canas eran una muestra de la muerte. De la vejez que es
muerte. Y así avanzaba en la fila Esther. Sin fe. Con un grito ahogado en su
corazón muerto. Y llegaba a la caja. Y cobraba. Y se iba con unos pocos
centavos. Y vivía. Como todos viven.
COPULAR
La cópula es liga,
el hombre copula,
el copular olvida.
El hombre, la
mujer:
copulan,
se unen en juego
interminable.
El es , cópula
infinita que enlaza
un sujeto y un
predicado:
una mujer y un
hombre.
Copular es hacer
ser.
Copular es que el
ser sea.
Copular es cópula.
MI PRIMERA
VEZ
Mamá, tengo que
contarte algo pero prometeme que no te vas a enojar. No hija sabes que podes
confiar en mí siempre, te lo he dicho desde que eras una nena. Bien mamá, me
encanta tener la posibilidad de contarte todo y que me entiendas. Supongo que
debe ser así la relación entre madre e hija, la confianza es la base de una
relación espontánea, respetuosa y sin temores. Estoy de acuerdo con vos mamá,
me lo inculcaste desde que era muy chiquita y ves que los resultados están a la
vista, cada vez que me sucede algo importante te lo cuento a vos antes que a
nadie, eso demuestra que confío. Seguro que sí, las madres sabemos
perfectamente cuando una hija nos oculta sus problemas o nos hace partícipe de
ellos, y desde que tengo uso de razón fui educada para contar lo bueno y lo
malo. Conocí a los abuelos y sé que es así. Tu mamá me sentaba a su lado y
recordaba la infinidad de veces que vos le pedías consejos o le decías mamá
tengo algo importante para contarte. Y que su madre la había educado de la
misma manera y como le había agradado ella continuaba con el ejemplo. Me decía
es como un círculo. Claro que sí mi amor, es un círculo mágico porque la
confianza es la base de toda relación respetuosa y sin miedos, sin confianza
todo se derrumbaría. Me encanta como pensás mamá, cuando yo tenga una hija te
lo prometo y me lo juro a mi misma que voy a actuar de idéntica manera a como
vos actuaste conmigo. Es reconfortante que una hija le diga en vida a su madre
que su ejemplo rindió frutos, me emocionas hija querida. No llorés mamá, te
quiero mucho y sos la mejor mamá del mundo. Y te quería decir que estoy
embarazada de Gerardo. Mamá decí algo. ¿Qué te pasa mamá? Nada hija,
simplemente te pregunto ¿quién te enseño a ser tan puta? Porque yo no.
HIPOCRESÍA
Gritan, prohibido
el aborto, los curas,
se rasgan sus
sotanas, una situación tal es insostenible;
no al preservativo,
reclaman, con impunidad
sus cerebros
atrofiados por una inmunda religión;
pecado, sacrilegio,
relaciones fuera del matrimonio
condenemos a la
niña, vocea el crápula clérigo;
mil padres
nuestros, por su conducta homosexual
determina el
pedófilo cardenal con un hilo de baba.
Toda una iglesia,
una comunidad, la vida es maravillosa,
no opinan así
millones hambreados por un sistema,
a Dios no interesan
cuestiones profanas, contestan.
No hay duda.
FUTURO
Una sonrisa
dibujada por la misma Deidad brota del rostro inocente del bebé. Su padre lo
contempla extasiado, con fervor, al borde mismo de las lágrimas que logra
contener por unos instantes, aunque no serán muchos. Un pensamiento cruza su
mente. Pronto la sonrisa se le irá desdibujando, gradualmente, hasta
convertirse en nada. Comenzará a perder los rasgos de niño, esa ingenuidad
invalorable que poseemos cuando no somos concientes del sufrimiento propio ni
ajeno, transformándose en un adulto hastiado y acomplejado. Lo que una vez fue
sonrisa ya ni siquiera se guardará en la memoria como recuerdo. Tal vez en
alguna que otra foto escondida en un cajón olvidado entre otros cajones que no
nos dicen nada, o en la memoria de los otros, pero jamás en la nuestra. ¡Basta!
El pensamiento, obediente, se desvanece. Y una vez más la sonrisa cobra
hegemonía en el padre. Advierte que su hijo es, sin duda, el mejor regalo de la
vida. Ya habrá tiempo para lamentarse.
NONO.
Nunca me voy a olvidar de las palabras proferidas por mi abuelo la
vez que lo visité en Italia, extrañas si se tiene en cuenta que jamás escribió
una letra –no hubiera descifrado el modo si lo hubiese deseado–, premonitorias
como las de aquellos que saben algo sin saberlo, en su pueblito, Arnara, en el
que también nació mi madre, quien luego de diferentes vicisitudes desembarcó en
Argentina y se casó con mi padre, y que más tarde, juntos, hermanos a cuesta,
fuimos a Italia, a su pueblito, Arnara, allá por el año 1986: “si querés se
escritor vos no te tenés que forjar un destino sino una genealogía”. Nunca me
las voy a olvidar, sobre todo, porque al año siguiente, en un accidente
automovilístico que se podría haber evitado, como, en general, pueden evitarse
la mayoría de los sucesos involuntarios –escribo involuntario simplemente por
comodidad, luego de tanto tiempo y lecturas ya no sé, a ciencia cierta, el
calificativo que merece–, murió. Era un auto blanco. Un Ford Fiesta que nono
Filippo –así le decíamos– había comprado para que pudiéramos viajar durante los
dos meses de estadía. Según tengo entendido mi abuela, su esposa, la madre de
mi madre, que había estado en Rosario un par de años antes, no recuerdo ahora
si una o dos veces, se había opuesto, con argumentos contundentes, a la compra;
sin embargo, la terquedad de la vejez masculina primó. Nunca me las voy a
olvidar, decía, porque aquellos meses de 1986 fueron los únicos de mi vida en
que tuve contacto directo con él, y esa frase “si querés ser escritor te tenés
que inventar una genealogía”, nítida, hizo tal mella en mí que aún hoy, tantos
años después, la sigo rememorando y escribiendo, quizás, por qué no, para traer
a mi abuelo a la memoria que, según comentan, es más terrible que Dios, para no
permitir que se me escape su imagen –como es probable que suceda– o, tal vez,
para hacerle caso y cumplir con ese destino que él pretendió –sin saberlo–
imponerme.
Mi abuelo era un hombre alto, flaco, analfabeto y curioso, las mujeres
le gustaban más que la música, y la música era su pasión, se llamaba Filippo,
usaba sombrero. Si bien con certeza, de los datos que repaso, puedo dar cuenta,
sin acudir a testigos o fotografías, solamente, de su nombre, yo de él,
limpias, conservo dos imágenes. Una es la que acabo de contar, el día o la
tarde que me sentó en el escalón de la puerta de su casa, en el que yo esperaba
todas las mañanas, todas, puntualmente, sin que nadie me despertara, casi de
madrugada en realidad, a que él saliera para ir juntos a ordeñar –a ver
ordeñar– las vacas, y me dijo, sin preámbulos, con un carácter profético, que
incluso hoy me desvela, no tanto por el contenido de la expresión sino por la
forma: “para ser escritor tenés que proyectar una genealogía, el destino viene
solo”. La otra es –la otra imagen, ¿no?–, según desde dónde se la mire, menos
importante, sin embargo, a su pesar seguramente, la maldición del tiempo no
logra corroerla: mi abuelo, en un momento dado, me pregunta si quería aprender
a atarme los cordones ya que había visto que iba con ellos constantemente
sueltos: “¿te enseño a atarte los cordones?”; yo le respondí, por supuesto, que
sí y manos a la obra me indicó dos o tres movimientos que debía realizar para
desde allí en más no perder nunca esa exigua habilidad manual –una de las pocas
de las que puedo jactarme– que, entre otras cosas, me ha permitido, caminar,
sin temor, a tropiezos.
Edipo moderno.
Dijo que no paraba de crecer. Y
en ese mismo instante comprendí que me hubiera gustado arrancarme los ojos para
tener a disposición todos los puntos de vista posibles. Arrancármelos
ciegamente por la impotencia que implica un momento de lucidez en el que ni si
quiera un pensamiento me echa en cara la única verdad: la incapacidad radical
para observar lo que otros observaron cuando alguien dijo: no para de crecer.
Lo cierto es que estaba en el
almacén que queda a metros de la casa donde nací (si el lector sabe la verdad
podrá reconocer un dato erróneo, para no decir falso que suena muy fuerte, en
la descripción de la casa, pues lo cierto es que allí no nací) con mi hermana y
su hijo, es decir, mi sobrino, un
chico que siempre digo que salió a mí por lo lindo e inteligente (el
lector aquí si sabe la verdad podrá, en todo sentido, corroborarla), cuando de
pronto ingresa una mujer con una particularidad que pensé un rato largo si
explicitarla o no (pero, a los efectos del desenlace de esta historia no tuve
más remedio que hacerlo): era enana. Y recuerdo ahora que era enana no por
algún motivo especial que a ella la concerniera directamente más allá de su
enanismo, sino por el comentario que escuché proferir a alguien, unos momentos
después de su entrada, no para
de crecer, que sinceramente produjo en mí no tanto gracia sino admiración,
dado que desde el lugar donde me encontraba las palabras parecían dirigidas al
hijo de mi hermana, pero que mi afán
de ambigüedad, yo diría mi pasión por ella, relacionó también con la recién
ingresada.
Ustedes pueden imaginar
perfectamente la situación (aunque no ponerse, como se dice, en mi lugar). No
había más de dos o tres clientes sumados a los mencionados hasta ahora y dos
empleadas (una de ellas nueva y con una pasmosa lentitud que alteraba el buen
sentido, por lo menos a mí), o, con mayor precisión, una empleada y la dueña.
Lo que me llamó inmediatamente después del comentario, no para de crecer, la atención,
fue la posibilidad de cada uno de los presentes de interpretar algo diferente
de ese dicho a partir de las distintas posiciones que ocupaban. Pero más aún me
frustró mi imposibilidad de dar cuenta de esas diferentes interpretaciones, o,
para ser más exacto, puntos de vista. Por este motivo escribí al principio que
me hubiera gustado, y lo sigo sosteniendo, arrancarme los ojos para ser capaz
de tenerlos en mí a todos.
Si vale como ejemplo, y si no
recuerdo mal, la empleada nueva y lenta en un momento, no fue más que un
segundo, y desde mi lugar, no hubiera podido apreciar (la tapaba la máquina de
cortar fiambre) al hijo de mi hermana, por lo tanto, si esta señora hubiese
estado allí cuando escuché: no para de crecer y si hubiera tenido a la vista a
la mujer con el problema físico, tranquilamente habría estado en condiciones de
imaginar un chiste de muy mal gusto (aunque es cierto que no la creo capaz).
Carecería de importancia
elucubrar acerca de lo que pensó mi hermana sobre el comentario ya que ella
misma tenía en brazos al niño y no sé, por otro lado, si vio entrar a la mujer
enana, circunstancias que llevan inevitablemente a suponer que a la madre de mi
sobrino no se le pasó por la cabeza relacionar el comentario con otra persona
que no fuera su hijo.
Resta como lugar cumbre el de
la mujer enana, lo que a ella se le habrá pasado por la mente cuando, de
espaldas a la puerta, alguno profirió no
para de crecer. Y es aquí donde más lamento no poder hacerme cargo de lo
que el otro sintió porque si yo fuera enano y escucho que alguien dice: no para
de crecer, en ese mismo instante en que la frase se estaba enlazando una
sensación de impotencia, ridículo y bronca me hubiera atravesado tan de punta a
punta que hasta el día de hoy no me la hubiese podido olvidar.
A partir de esto, advierto que
los intentos son vanos. Que por más que pretenda dar cuenta de los otros no
hago otra cosa que hablar de mí. Que podría haber habido quinientas personas en
el almacén y yo aquí seguiría tratando de averiguar qué interpretó cada uno de
manera estéril puesto que jamás cuando uno habla, habla de otro: lo que digo de
él, dice de mí.
MT/mq.-