viernes, 28 de diciembre de 2018

IDIOTA DE RADIO


IDIOTA DE RADIO

Un compañero de trabajo escucha radio, AM. Está un poco sordo, pone la radio cada vez más fuerte. Prefiero escuchar música y que hablen poco, pero mi compañero dice que a él lo entretiene lo que dicen, con música sola se aburre.

Hace poco apareció un conductor reemplazante en un programa que arranca a las diez de la mañana. El tipejo es insoportable, me dio la idea de describir a un idiota de radio típico. El tipo empieza con una euforia irrefrenable, saluda a su equipo y critica a aquellos que vienen con un entusiasmo más moderado. 

“Eh! ¿Así va a saludar?. Parece deprimido, salude con más alegría. Si arranca así un viernes a las diez de la mañana, se imagina cómo va a volver el lunes”.

El tipo es verborrágico, mete palabras y más palabras, aunque no hagan falta. Opina de todo, si hay un tsunami habla del clima. Ante una devaluación es experto en economía, también periodista deportivo, astrólogo, curandero, escribano, urbanista. Cuando hablan los otros panelistas, el tipo habla encima, interrumpe, opina: “no te olvides de decir que …”

El forro este no tiene ética. Cuando le conviene tiene certezas, y no deja que sus compañeros duden. “Qué, Usted no sabe que en la construcción se negrea el cincuenta por ciento, pasa en todos los edificios, cómo no sabe”.  Cuando otro tiene certezas, él se permite dudar. “Bueno, dejemos ese tema a los especialistas, no saquemos conclusiones de manera imprudente”.

Si el programa va cayendo un poco, el tipo recurre a su alegría fingida, aplaude, pega unos gritos, pone onda. Pide al musicalizador un tema movido. “No, ese no, parece un velorio. A ver si me entiende, a despertar muchachos. Sí, ese sí, algo va aprendiendo nuestro asistente...”. Tararea y canta arriba del tema. La noticia es él y su buena onda, sus pronósticos, sus gustos.

En determinado momento el idiota de radio se hace tan insoportable que parece una corneta, se escucha un ruido permanente, molesto e indefinido. Con su voz gangosa, sus palabras torpes y sus ideas estúpidas, genera ganas de darle unos golpes. Es preferible la corneta del churrero.

Por suerte todo termina, y el programa va llegando a su fin, el idiota de radio pasa por todos sus panelistas, pidiendo la última noticia a cada uno. Celebra el programa hecho, el idiota de radio no es consciente de su propia torpeza e ignorancia. Se despide eufórico, como empezó, invitando a todos para mañana a las diez, a pasar juntos otro maravilloso par de horas.

En Rosario son varios los idiotas de radio. Gerardo Scarcello, de locutor sobrio en Frecuencia Plus a crítico ignorante y desbocado en Lt3. Flavia Padín, gangosa, autorreferencial y fundamentalmente burra. Claudio Ghiglione, basura humana, loro repetidor de frases presuntuosas, pero que todavía no aprendió que una cosa es el barniz y otra la cultura (Oscar Wilde). Sigue una larga lista. Alberto Lotuff, gran pavote que se cree cantante.

Para terminar, algo sobre el pseudo programa “Uno entre mil”, donde un par de adolescentes bastante burros hablan de sí mismos. Juan Manuel Almada es un boludo que desconoce aspectos básicos de la lengua (dice "si tendría", en lugar de "si tuviera"), y el peor de todos es su compañero Román Fiori, forro pelotudo e ignorante de aquellos. Imbécil inconsciente que recurre a golpes muy bajos. Hace poco un señor de apellido Sica hablaba muy correctamente de su viaje por Japón, y Román al pasar dijo riéndose “recibieron dos bombas atómicas”. Años atrás lo había escuchado hablar asquerosamente del fallecimiento de una persona. No entiendo cómo esa basura sin moral ocupa un lugar en una radio, con su vocecita insoportable y su desconocimiento irremontable. Tampoco sé qué hace con ellos mi compañero Claudio Socolsky, a ese sí lo banco, de Página 12. Ya que nos acercamos al tema del diario, quiero destacar tres idiotas de diarios: Sebastián Riestra, Jorge Salum y Eugenia Langone, todavía estoy esperando que aclaren una noticia sobre una carta.

Cordiales saludos.

Manuel Quaranta.
Miguel Tardewski.


domingo, 7 de enero de 2018

Marcelo Scalona, Juan José Saer, Manuel Quaranta

Marcelo Scalona, Juan José Saer, Manuel Quaranta.

En estas modestas líneas, el que suscribe, Manuel Quaranta, hace un breve comentario con humor, sobre el artículo de Marcelo Scalona, publicado en el Diario La Capital, el 24/12/2017.

Ese artículo pasó inadvertido, mereció un solo comentario de los lectores.

Como algunos sabrán, con Scalona hemos tenido algunas diferencias, asistí durante un tiempo a su taller literario, espero que se tome esto con humor, y de alguna manera como un homenaje a mi maestro.

El artículo de Scalona se puede leer en: 

https://www.lacapital.com.ar/cultura-y-libros/un-amor-saer-n1528244.html

Y también se reproduce más abajo.

Acá va lo mío...
-------------------------------------------------

Con humor y respeto, maestro, petiso, sé que no nos hemos llevado del todo bien, pero valoro los pasos que he dado como escritor en tu taller. Hoy, a la distancia, puedo decir que te quiero.

Las cronologías y las espacialidades de tu escritito me desconciertan un poco.

Si arranqué el auto hacia Laprida, quiere decir que venía por San Lorenzo o por Santa Fe. A la altura del Monumento, implica que, ya en calle Laprida, estoy cruzando Santa Fe o Córdoba, más allá de Córdoba el Monumento me queda atrás. En Laprida y Rioja (no recuerdo el semáforo, no digo que no haya, tal vez sea “nuevo”), “los vi o los recordé”.

Si me detuvo el semáforo de Rioja y Laprida, y ellos “bajarían del 115 en Córdoba y Buenos Aires, y sin persignarse, enfilarían calle abajo buscando el río”, no entiendo cómo pasaron por Rioja y alguna calle en donde hay semáforo…

Si es cierto, como creo haber entendido, que estoy en Rioja y Laprida, para doblar hacia el río, y llegar a la Fluvial tengo que tener en cuenta ciertas situaciones. Desde Rioja y Laprida, para doblar hacia el río hay que llegar a San Luis. Esta calle no me permite llegar a La Fluvial, tengo que ir hasta Mendoza, Ayacucho, Avenida de la Libertad, rotonda, semáforo, cruzar Avenida Belgrano, y ahí sí llegar a la Fluvial. Ante tanta maniobra, los jóvenes, amantes, hermanos, amigos, compañeros, vecinos, ya se me perdieron. Encontrarlos sin duda es muy emocionante, tanto como reconocer que ella tiene un libro de Saer. Abrazo, enano, maestro !!!

Manuel Quaranta.



-------------------------------------------------

Un amor de Saer, por Marcelo Scalona, para La Capital, 24/12/2017.

Seguí el procedimiento de Saer y antes de narrar me puse a leer poesía. Narrar con impulso poético. Y como doble contrición, poesía de Saer: "Aldo", "Danae" y los tres "Arte de narrar". Tras un instante de vacilación, como si fueran los pasos de una ceremonia, arranqué el auto hacia Laprida y a la altura del Monumento, me detuvo el semáforo en Rioja y entonces los vi o los recordé. Jovencísimos. Hasta no hace mucho yo podía imaginarme en cualquier situación de entusiasmo amoroso, pero ahora sentí que esa edad ya no estaba a mi alcance más que por recuerdos. Ellos, la parejita, tendrían 20, 21 años, jeans, zapatillas, mochilas, los dos con anteojos de leer. Ella anudaba en la cintura una lona playera mientras él tiraba una heladera portátil. Uniformes de playa: ¿lunes a la mañana al río? Aunque es diciembre, pensé, "no tengo paz, pero estoy contento". Así terminaba un verso de Saer.
Ellos pasaron por la senda peatonal delante de los autos y los malabaristas del semáforo. Cuando dio la luz verde doblé hacia el río para cerciorarme y me puse a seguirlos para inventarles el relato: una parejita de estudiantes, que un lunes de diciembre, soleado y fresco a media mañana, subieron a la lancha de la Fluvial y fueron a tomar mates a Vladimir. Felices, pero mansos: el pozo de la felicidad es beber despacio el instante. Bajarían del 115 en Córdoba y Buenos Aires, y sin persignarse, enfilarían calle abajo buscando el río, el puerto, la estación de lanchas tomados de la mano sin pegote ni besos urgentes. Habían dormido juntos, ahora no se mirarían entre sí, sino que cada uno pondría la vista en el camino del otro como si se guiaran en secreto. La fidelidad es ir al mismo lugar, pero no al mismo tiempo ni iguales o de la mano. Hay que desconfiar de la algarabía cuando se duerme con otro.
Era lunes, estaba fresco y las lanchas no saldrían hasta las diez o las once, hasta que no se reuniera un buen grupo de pasajeros. ¿Quién puede ir un lunes a la mañana a la isla? ¿Quiénes? Rufianes, suicidas, vagos, enamorados, todas excepciones del capitalismo.
Ellos pasaron por la senda peatonal delante de los autos y los malabaristas del semáforo. Cuando dio la luz verde doblé hacia el río para cerciorarme y me puse a inventarles el relato: tan calmos y dichosos que podrían ser hermanos. Hermanos o mejores amigos, pero yo quería saber y estacioné en la Fluvial hasta que los vi sacar el boleto de la lancha al Banquito. Nadie más esperaba y él se puso los auriculares del celular, pero antes de darle play al aparato, se inclinó hacia ella y le dio un beso casto, simple y breve en los labios. Ella hizo un mohín de risa y abrió un libro. ¿Qué vi...? ¿Yo estoy loco? Sí, yo estoy loco, era un libro de Saer, Glosa o Cicatrices, una palabra sola. Tomé un café en el hall de la Fluvial para verlos mientras escribía el relato que era como un dibujo: ¿sabrían ellos que este recuerdo luminoso sería falso un día en su memoria verdadera y en la mía? ¿Lo sabríamos...? ¿Recordaría yo la temperatura de sus labios una mañana de diciembre de 1983 rumbo a Victoria en la balsa? ¿Sabríamos todos que este lunes de diciembre sería el día más feliz de nuestra vida, aunque hubiera otros?
Marcelo Scalona.